Lazos de sangre
I
Recuerdo que estaba adormilada cuando entre la
penumbra, un señor que no logré distinguir me gritó: “mataron a tu papá”. Me sentí confundida, desconcertada. No le creí.
El tipo hedía a licor, estaba borracho. Aun así rompí en llanto. Era apenas
una niña y no sabía qué hacer. Se me ocurrió despertar a mi hermana: ¡Ana, Ana, mataron a mi papá! Me miró y volvió a quedar dormida. ¡Ana!, –le grité– ¡mataron
a mi papá! No me dijo nada, era muy pequeña, solo se agarró a llorar.
Neymar Toro, mi padre, era un hombre esbelto, trigueño, de cabello lizo y rebelde; de un carácter muy fuerte, apenas disimulado por su buen talante. Muy trabajador. Así es como lo recuerdo siempre. "Su único defecto era el alcohol", dicen todos.
Mi madre Lucía Andrade es una señora modesta, educada a la
antigua, siempre lo recuerda como un hombre difícil de conectar al primer
encuentro, de esas personas que necesitan tiempo. Al principio de nuestra relación fue muy amoroso y atento –me cuenta–, pero
con el paso del tiempo fue cambiando y con tragos encima terminaba convertido
en un hombre machista.
Lo describe muy bien,
le doy la razón; aún no logro explicarme por qué, cuando la maltrataba, le
mentía a la abuela diciendo: “tranquila mamá, solo son patadas de la yegua”.
Pero a pesar de todo yo, su hija, lo he de recordar siempre como el ser más
importante en mi vida. Para los demás podrá ser un borrachín y toda la cosa,
pero para mí fue muy especial, siempre estuvo al pendiente, jamás descuidó su
deber de papá.
Para ese entonces tenía
siete años. Ana, mi hermana menor, cinco. También hubo un hermano que murió de
fiebre y gripe cuando apenas tenía tres años y aunque su paso fue efímero lo
recordamos siempre.
"Recuerdo que tu papá te pagaba cinco mil pesos para que te quedaras con él en el Putumayo, pero no quisiste" –dice mi madre–. Hago memoria, sé que estaba muy pequeña y me encontraba ante un dilema: comprar golosinas o regresar a la vereda. Finalmente me decidí por el regreso, anhelaba estar aquí. A veces suelo pensar que este capricho pudo costarle la vida. Los hechos sucedidos después de nuestra llegada hicieron que me sintiera culpable por mucho tiempo, sentía que su muerte recaía en mí. Tiempo después entendí que el destino de papá ya estaba escrito, por ende, no podía haber hecho nada para evitarlo.
“El chiquillo ese” como recuerda mi tía Luisa a Federico Toro, era
un joven muy problemático, tomaba diariamente y según versiones, él y Arley (hijo de mi tía Luisa), ocasionaron muchos problemas en la vereda. Cada noche
agarraban un machete y salían a cortar las plantas de "infanil" de una
pobre señora de quien incluso se llegó a decir que la habían violado. “Quien sabe si será verdad, pero difícil creerían a la vieja,
ni siquiera se bañaba” –rumora la gente. Esto me da rabia y deja mucho que
pensar, pues en esos lugares, por el simple hecho de ser mujer montarás y
educada a la antigua, los hombres se creen muy machos con ellas y esto les
permite hacer lo que quieran, especialmente con las más vulnerables.
Aunque luego de la muerte de mi padre hubo versiones
fuertes que incriminaban a Federico “el chiquillo
ese”, era un rumor que se manejaba con mucha discreción ya que él estaba protegido por la autoridad y el respeto que en la montaña tenían
su padre y el mío. Lo realmente triste es que Federico fue uno de los
consentidos de papá, su sobrino favorito.
Me cuenta mamá que mi papá trabajó años atrás en un
"chongo", que un día lo quemaron y como era costumbre, fue a “probar
suerte al lugar”, a ver qué encontraba.
Le fue bien, sin embargo, esa fue su perdición; había encontrado una “mercancía”
y por el peligro que representaba sacarla clandestinamente, decidió contarle a
manera de secreto a Federico quien, según mi padre, era la persona de más
confianza.
Federico se llenó de ambición, exigía a tu padre la mitad de lo
encontrado, amenazando con avisarle a los “verdaderos dueños" y como tu papá era bien jodido,
no estuvo de acuerdo con el chantaje y en su rabia le dijo hasta de qué se iba
a morir
Semanas después Federico llegó resentido a la casa, tiró una piedra y rayó la moto de mi padre que estaba muy enojado. Sus ojos saltaban de la rabia, era como si la sangre le hirviera, entró a la casa, sacó una puñaleta y lo amenazó.
Dos meses después del suceso, Federico y mi abuelo materno planearon matar a papá, en una curva del sector conocido como “El Palacio”, en la vereda El Decio, donde había una casa vieja que les sirvió como escondite. No pudieron, la bala solo le rozó un ojo.
Mi abuelo y mi padre nunca se quisieron. Seguramente el hecho de que mi padre maltratara a mamá cuando estaba ebrio tuvo que ver. En una ocasión mi abuelo había llegado borracho, mi papá y mi abuela estaban en casa, el abuelo intentó pegar a mi abuela. Era lo que siempre hacía cuando estaba borracho, mi papá no lo permitió; hábil como era, lo prensó al suelo y lo redujo.
Poco tiempo después del intento de homicidio, mi
padre comenzó a recibir amenazas. Tuvimos
que partir hacia el Putumayo. Por un tiempo estuvimos en paz, pero fue efímera, ya que a las pocas semanas mataron
a mi abuelo. Nunca se supo por qué, ni quién.
Después de un par de
meses salimos del Putumayo y llegamos a Samaniego, directamente a la casa de doña María: una señora muy amiga de mi
padre. De ahí pasaríamos por la casa de mi abuela hasta llegar al rancho.
–Mijitos, se han venido –dijo al vernos–, si de pronto viene esa gente a quererlo matar, usted se vuela por acá.
Acá tras hay una puerta. –Se levantó y la indicó. Era una puerta perfecta
para una fuga.
–Bueno, gracias. Esos ya no han de hacer nada, pero. –dijo mi padre
–Bueno mijito, pero hay que cuidarse.
"Yo me voy para abajo, vuelvo más tarde".
No volvió, mi madre estaba
muy angustiada. Sabía que en cualquier momento lo podrían a matar. Su muerte ya
estaba escrita para aquellos días.
Llegó al siguiente día, a las 5:30 am. Se había quedado donde el tío Miguel. Según el, quería evitar una posible tragedia en la casa donde nos quedábamos. Olía a puro alcohol. No era de extrañarse era lo que siempre hacía. Había pernoctado en casa del tío Miguel. No quiso ponernos en peligro.
–Vamos a casa de mi mamá. –ordenó.
–Vamos –dijo mi madre.
En treinta minutos
estuvimos allá, mientras mamá preparaba el desayuno, mi papá estaba sentado
en un banco, sosegado por el calor de la mañana. Desayunó y salió.
–Me voy a conversar con el Fidel, para irnos mañana al rancho.
–Bueno entonces, tendrá cuidado –respondió mi madre.
En la tarde regresó, pero se fue de nuevo, tentando a la muerte.
–Me voy, –dijo como si se estuviera despidiendo para siempre. Salió con su camisa roja deportiva y una sudadera gris que apenas le quedaba. Se alejó de la casa en paz.
–Vendrá rápido, ya
sabe cómo está la situación –dijo mi madre, apenas sospechando lo que iba a
pasar. No lo volvimos a ver.
“Estaba muy preocupada por él. No pude dormir esa noche, sabía que en cualquier momento recibiría la noticia de su muerte. Una angustia en el corazón me tenía entre dormida y despierta cuando escuché dos tiros. ¡lo mataron! me dije. Me armé de valor, abrí la puerta, me puse las botas, agarré la linterna y me fui a buscarlo, dejando la puerta abierta. Estaba segura de que era él, no tenía duda. En el camino me encontré con Rubiela Meneses, la dueña del billar donde Neymar solía jugar. “Lo mataron al Neymar, ¿no?, le pregunté con un nudo en la garganta. Si, lo mataron, me respondió. Tenía la mente en blanco, cuando lo vi cerré los ojos y apreté las manos, luego, como pude agarré el celular que estaba en su bolsillo y me puse a llamar. Llamé a mi madre y a mi cuñada, les dije entre gritos lo que había pasado y regresé a casa”.
Recuerdo el llanto
desgarrador de mi madre cuando llegó. Me asustó mucho más. Ella pensaba
que los asesinos vendrían por nosotras. Abrió la puerta como pudo y observó que
el primo de mi papá se había adelanto con la noticia. Se enojó mucho.
–Para que les avisa –protestó mi madre. Él se quedó callado, estaba
borracho y dada las circunstancias desconcertado.
–¿Mi papá está muerto? –Le pregunté a mi
madre mientras lloraba intensamente.
Mi madre se arrodilló y nos abrazó. –Sí, lo mataron. –respondió vencida por el dolor.
Rubiela había venido con ella y nos llevaron para que miráramos el cadáver. Era una noche luminosa, se divisaba la luna entre las tinieblas. El camino al billar se me hizo eterno. No lograba asimilar la noticia de su muerte, todo era como una pesadilla, me pellizcaba pensando que en cualquier momento despertaría, pero no fue así.
–¡Que le hicieron a mi papito! –Grité muy fuerte cuando llegué. Mi
cuerpo se desvaneció y entre la gente que contemplaba tristemente el cadáver tumbado
en el suelo colorido rojizamente, desmayé.
Armando Rodríguez, hermano
de Carlos, quien fuera el mejor amigo de mi padre, menciona que el día en que iban a matar a mi padre, una moto bajaba despacio
con la luz apagada, para que nadie sospechara ni escuchara nada; la dejaron
en el puente, aproximadamente a cuarenta metros del billar y, sigilosos,
caminaron hacia allá.
Mi papá jugaba con
Felipe. Escuchaban música de despecho, “por culpa del trago, de José Luis
Horttúa" Esta canción identifica mucho lo que fue su vida.
Son las diez de la noche del doce de mayo del 2015, entre la penumbra de la noche llegan dos personas encapuchadas, vestidas de negro. Una resultó ser Gerardo Erazo, amigo de Federico, quien una vez, en una borrachera, había gritado: "todo el que se meta con el Federico, se mete conmigo" –cuenta la gente de la vereda. Fue a él a quien mi padre lo descapuchó esa noche, el otro era, según los indicios, el sicario contratado. Supe que tiempo después lo mataron.
–Alto ahí, manos arriba –dijo uno de ellos sosteniendo el arma en la mano con mirada amenazante. La señal de la muerte se expresaba a través de sus ojos que entre la penumbra de la noche se dilataban cobardemente. Felipe queda perplejo, apenas puede, huye. Mi padre, sosegado e impasible por el miedo que reflejan los ojos de sus enemigos, sujeta una cerveza ya a punto de terminar. Sospechando que su día pudo haber llegado se manda un último bocado de su inundo vicio y tira la lata al suelo. Valiente y riguroso como es, se lanza al encapuchado tratando de quitarle el arma. En medio de la pelea caen, mi padre lo desencapucha y se da cuenta de que es Gerardo. Aun así la reyerta continúa; en cuestión de segundos se dispara el arma, hiriendo gravemente entre sus costillas a mi padre. El otro resbala y cae abruptamente en la acequia, como puede trata de ponerse en pie para defender a su amigo. Se levanta y con arma en mano va directo a dispararle a mi papá provocando un gran agujero en su espalda.
Mi padre se desprende de Gerardo, ya lesionado agarra fuertemente su cuerpo, como queriendo abrazar sus heridas, entre el frío perturbador de la noche se acurruca de dolor. Todos han huido, solo quedan los esbirros de la muerte. Gerardo le dispara en la mejilla, abundante sangre salpica su camisa. Satisfechos con su trabajo se alejan del lugar dando por terminada su conduerma mientras mi padre agoniza. Un líquido rojo se dispersa y tiñe lentamente el lugar. Neymar Toro inconsciente por sus heridas, lanza al aire intensos gemidos de dolor, ya a punto de morir.
–¡Todavía no se muere! –Dice Gerardo al
escuchar sus quejidos. Se dan media vuelta y regresan a toda prisa, a
rematarlo. Los asesino se inclinan al suelo, cada uno pone su arma encima
de la oreja, lado a lado, como hacen los desalmados. Disparan. Los proyectiles chocan estruendosamente en su
cerebro, acallando para siempre su ser, avivando para siempre mi grito de justicia.
Hola, me llamo Marlen. Gracias por leerme. Si te gustó mi relato puedes compartirlo, dejar un comentario en el blog o seguirnos.
Que historia tan dura. Leer desde la voz de la niña la tragedia que para ella significa el perder a su padre conmueve e invita a escucharlos a ustedes desde la voz de quien tiene que exigir a la sociedad cambios que les permita crecerán paz y reconciliación.
ResponderEliminarMuchas veces nos sentimos culpables por cosas que ya tenía que pasar, pero es ahí donde uno decide si seguir o unirse en ese dolor que solo daña tu existencia, que fuerte todo lo escrito, la valentía de contar te hace una escritora maravillosa.
ResponderEliminarEscribir libera. Felicidades
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