Maldito Firby te perdono

 

        Mi madre suele contar que mi "pa" siempre quiso que el segundo hijo fuera un varón, que tuviera una personalidad extrovertida, algo traviesa, aventurera y graciosa; y entonces llegué yo, Santiago.

Pesé cuatro mil gramos al nacer cada gramo lleno de amor y felicidad–, según mis padres. Fui un bebé que sorprendió a todos por su estatura y peso. El ajuar que la abuela regalaba a los nietos para la salida del hospital me quedó pequeño y mi padre tuvo que comprarme ropa nueva. Al día siguiente me llevaron a casa, quedaba en la esquina del parque donde se realizan los eventos del pueblo.

    Esa noche se celebró el festival de la cerveza. Durante toda la fiesta no hubo energía y las casetas funcionaron con lámparas de queroseno, linternas y una planta que daba energía a algunos equipos de sonido. –Eso fue una locura, aunque todo estaba a oscuras, la gente tomó como loca– dice mi madre.

    Mi padre Carlos que todo lo analiza, dice en tono de broma que tal vez lo sucedido esa noche pudiera ser una señal de que estoy hecho para vencer las adversidades, en especial si es para tomar cerveza –yo también lo creo, “pa”– le respondo, solo para divertirme viendo su cara.

    Mi gordura siempre fue motivo de preocupación para mis padres. Dice “ma” que desde que pude pasar comida sólida “no paro de tragar”. Intentaron de varias maneras hacerme bajar de peso, la primera inscribiéndome a una escuela de fútbol. Error de padres, digo yo.

    Cuando llegó el médico deportólogo a tomarnos medidas a los niños llamó a mis padres luego del examen  y les dijo: –por su talla, peso y pliegues grasos, su hijo puede ser considerado como un niño obeso–, después de eso mi “pa” dejó claro al entrenador que la intención era que yo baje de peso, el fútbol era lo de menos. Como todo niño comelón, salía de los entrenos en los que se había intensificado el ejercicio físico, a comer las salchipapas que venden a la salida del coliseo. 

    A veces creía tener el talento necesario para convertirme en la próxima estrella de fútbol –todos los niños lo pensamos alguna vez–, pero una voz muy en el fondo me decía que no sería así. En los entrenos no hacía más que levantar la mano y pedir que me pasen el balón. Nadie lo hacía. Para animarme mis padres decían que seguramente mis "kilitos" de más no me dejaban dar todo mi potencial. Esa era la excusa y yo me la creía. Que ciegos pueden ser los padres y que inocentes los hijos.

    Una semana antes del campeonato de fogueo que iba a jugar la “William Andrade” estaba emocionado, feliz, algo angustiado también. En el recorrido de la casa al estadio salía siempre con un amigo, se llama Alejo. Los dos éramos igual de malos jugando y físicamente idénticos, él un poco más alto. En el camino solía perseguirnos casi siempre un perro: “Firby”, al que le daba pedazos de pan de los que llevaba camuflados al entreno. A Firby le gustaba morder guayos y canilleras en el estadio.

    Al finalizar el calentamiento comenzó el partido, yo jugaba de defensa izquierdo, era gordito y zurdo ¡lo peor del mundo mundial! Mi deber era defender la portería y si de casualidad, hacer un gol. En el partido se escogería quienes iban a jugar el cuadrangular, solo quedaba un par de cupos en el equipo y se lo llevarían quienes metieran un gol o hicieran un buen juego.

    A la media hora de juego ya estaba desmotivado, pasó todo ese tiempo antes de que alguien me pasara el balón, fue Alejo ¿quién más? Cuando tuve el balón en mis pies pensé: –esta es mi oportunidad–, miré para atrás y nadie me perseguía a excepción de Firby. De la emoción de al fin tener el balón había pisado su cola, ¡Firby estaba muy enojado!, yo corría y gritaba como loco, como nunca lo había hecho; sin darme cuenta ya estaba muy cerca de la portería. Volteé a mirar quien me acompañaba y tuve que parar de la risa, Alejo también corría frenético pidiendo el balón, su panza subía y bajaba entre su peto ajustado y hacía caras muy graciosas por la agitación.

    En ese momento, como si la escena no hubiera podido ser más cómica, Firby arremetió de frente contra mí, arrancando la pantaloneta y parte de mi camiseta, mientras yo intentaba como sea zafarme y patear el balón, con tan mala suerte que le di al palo y el balón rebotó en mi nariz sacándome sangre. 

    Me salvó de Firby un policía que lo estaba persiguiendo porque le había mordido unos audífonos y no los quería soltar. Fue todo muy loco esa tarde. El partido terminó y las burlas de mis compañeros estuvieron a tope. Yo me fui corriendo del estadio con la pantaloneta rota y la camiseta manchada en sangre, llegué al local de mi madre llorando, diciéndole que me mordió un perro y que quería un jugo con salchipapas, para sentirme mejor.  Mi madre toda angustiada se olvidó de mi gordura y me la compró. Una vez terminé de comer me preguntó qué me había pasado. Me dio vergüenza contarle todo, entre lágrimas le dije que me había “comido un gol”.

    Ahora que la natación logró en mi cuerpo lo que no pudo el fútbol, no he vuelto a pisar el estadio. Mis padres y yo comprendimos que el fútbol no es lo mío, que se me da mejor unas cuantas piscinas y comer salchipapas. Eso no lo dejaré nunca. Con Firby hace mucho hicimos las paces.

    Hola, me llamo Samuel. Gracias por leerme. Si te gustó mi relato puedes compartirlo, dejar un comentario en el blog o seguirnos. 


Comentarios

  1. Muy entretenido! Qué bueno,Samu. Me hizo reír.

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  2. Buen relato sami, felicitaciones ❤️‍🔥

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  3. Que belleza Samuquito me encanto

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  4. Muy entretenido 👏👏

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  5. Que hermoso relato, me sentí leyendo una página de un libro muy interesante ,donde el autor es mi sobrino Samuel.me siento orgullosa de ese talento narrativo. Sigue adelante no dejes de escribir.

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  6. 👏👏👏👏👏👏👏👏👏

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